Las mudas soledades

Cuando un grupo de amigos me invitó a colaborar en este libro sobre Toronto, lo primero que pensé fue escribir la historia del Príncipe Leopold, famoso por su generosidad y sabiduría en un momento en el que el reino fuera azotado por las fiebres y los saqueos de los pueblos bárbaros y al que la suerte le arrancó a su esposa y a su hija, no pudiendo llegar al trono del reino que merecía. Mi esposa me preguntaba cuál era la relación con la ciudad de Toronto y por qué tendría que desenterrar la historia de un personaje tan rancio. Yo escuchaba sus preguntas sin ponerles mucha atención ya que estaba muy ocupado revisando la extensa bibliografía que encontraba sobre las aventuras del heredero a la corona quien nunca llegaría a asumir el poder. Tal vez lo que más me llamaba la atención era su condición de peregrino, incluso en los momentos de mayor tranquilidad de su vida. Algunas fuentes lo comparan con aquellos grandes exploradores de la Antigüedad, en un momento en el que el mundo era un enigma por descubrir y las distancias se extendían hacia la imaginación pura. En mi opinión, la suerte del príncipe es amplificada por los autores que lo estudiaron. Para él, viajar era una condición inevitable y el tono heroico de sus biógrafos es casi una justificación personal para dar importancia a un trabajo que de otra manera, parecería el simple recuento de un personaje de poca fortuna. 
Cuando pequeño, la educación de Leopold fue confiada accidentalmente a maestros liberales de la corte. En este punto hay gran confusión sobre las razones. Algunos lo atribuyen a las inclinaciones intelectuales de sus padres. Sin embargo, no hay evidencia de tales intereses en la familia real, caracterizada por su desdén hacia las opiniones del pueblo que gobernaban. Pienso que tal vez haya sido un descuido, uno de esos espacios de discontinuidad que la historia necesita para desencajar su propio curso. El hecho es que Leopold se educaría tanto en las artes como en conocimientos en cierta forma excéntricos. En alguno de sus diarios de viaje encontramos citas en diferentes idiomas y notas que por sus visiones tanto cosmogónicas como políticas muy probablemente escandalizarían a la familia real. 

Al revisar la edición faccimilar de uno de esos diarios, me acordé del cuaderno que mi madre me había regalado para que escribiera día a día. La disciplina haría que llenara el primer diario rápidamente con notas sobre mi escuela, comentarios de las noticias que encontraba en el periódico, la tristeza que me daban las tardes lluviosas en la ciudad de México y mi pánico a los perros. El diario tenía una pasta roja que cerraba con un pestillo dorado que me parecía una cursilería innecesaria. El cerrojo protegía el contenido, lo cual me parecía un contrasentido; si escribía un recuento de mi vida, lo que buscaba era que los demás lo leyeran. Cerrar mis memorias era casi una manera de invalidarlas. Cada día me aseguraba de dejar mi diario abierto en la última página sobre el tocador del cuarto de mi madre para que leyera lo último que había escrito. Sabía que ella se encargaría de compartir los textos con mi padre. Inicialmente el truco funcionaba muy bien. Mi madre me alentaba a seguir escribiendo y hacía algún comentario sobre la última entrada del diario. Yo me sentía muy halagado. Mi padre comentaba con sus hermanos y amigos que yo no dejaba un día sin escribir al menos un par de páginas. En una familia sencilla y sin pretensiones intelectuales, esto era al mismo tiempo motivo de orgullo y extrañeza. El hijo mayor de un médico dedicaba largas horas a tomar notas, hacer observaciones, recortar noticias del periódico para juntar al final del día unos cuantos párrafos, plenos de la afectación propia de un niño. Mis padres apoyaron mi interés por la escritura, aunque llegó un momento en que ya no leían lo que escribía y empezaron a sugerir que debía de salir a jugar a la calle, hacer deporte y convivir con otros niños de mi edad. Yo prefería leer, escribir un par de historias, reafirmar a través de mis diarios los valores que imaginaba complacerían a mis padres. Sobra decir que cuidaba mucho lo que decía en mis textos. Si mis padres iban a leer lo que escribía, debía de ser cuidadoso y orientar las reflexiones al gusto de ellos. Todos esos textos en el diario no eran sino una corroboración de que mi pensamiento estaba perfectamente alineado a su doctrina. Lo que escribía confirmaba que la moral familiar estaba a salvo conmigo, que alimentaba al tótem, que mis textos eran dignos de aplauso, no por sus formas sino por lo apropiado del contenido. Mi mensaje a ellos es que estaba a salvo, que no tenían que preocuparse. Mi mente estaba formada de acuerdo a sus normas. Es probable que eso mismo haya encendido en mí la frustración y cólera de una forma que yo desconocía hasta ese momento. Poco a poco me di cuenta que mi madre ya no leía mi diario. La primera vez que me di cuenta de ello simplemente le avisé que había escrito algo nuevo y ella me pidió que se lo leyera en voz alta. El asunto quedaba resuelto hasta el día siguiente, en el que ella no leyó y no tenía tiempo de que yo se lo leyera. Los días pasaban y yo seguía escribiendo, esperando que mis padres retomaran la lectura de mi diario. Coincidió con la época en que uno de mis maestros, un hombre mayor y solitario, me llamaba a la biblioteca para comentar conmigo lecturas que él juzgaba interesantes para un niño de doce años. Recuerdo la lectura de los diarios de Papini, algunos textos de Karl Jaspers y aquel famoso poema de Quasimodo en el que la luz del hombre se extingue. Mi maestro me preguntaba si yo entendía lo que estaba leyendo y yo afirmaba con pretendida suficiencia. Me acuerdo de las líneas sobre el barniz brillante de las mesas de la biblioteca de la escuela y su traje gris, marcado por manchas de tiza. Una tarde lo vi llorar, mientras me leía los versos de un soneto de Lope de Vega: 
arder como la vela y consumirse,

haciendo torres sobre tierna arena;

caer de un cielo, y ser demonio en pena,

y de serlo jamás arrepentirse;

 

hablar entre las mudas soledades,

pedir prestada sobre fe paciencia,

y lo que es temporal llamar eterno;
No me quedaba claro por qué lloraba, pero me imaginé que esa tristeza era igual a la que yo sentía al descubrir que no sería escuchado. Esa noche me senté a escribir furioso. Maldecía y mezclaba temas proscritos con deseos que estaban escondidos en algún lugar profundo y que brotaban con fuerza a cada palabra en el cuaderno. Mentiría si digo que me sentí liberado; no creo que funcionen así las cosas. Mi frustración se hizo más fuerte al terminar. Al día siguiente, mi entrada más larga del diario aguardaba abierta en el tocador del cuarto de mi madre y permanecería intacta durante días. No estoy seguro que haya sido la última vez que escribí en el diario, pero es muy probable que así haya sido. Recordé la tarde que recogí el diario y lo guardé en el cajón de mi escritorio. Recordé también todos los cuadernos que siguieron, las notas sueltas, los apuntes absurdos y los juegos en el margen de mis libros de química, perdidos en alguno de mis constantes cambios de casa. 

Me parecía notable cómo un viajero como el príncipe Leopold hubiera podido conservar sus notas durante todos sus viajes. Era evidente una voluntad de archivar y clasificar sus escritos con un plan preconcebido, lo que contrastaba con un aparente registro accidental de los hechos que vivía y observaba. Si bien sus viajes se dieron inicialmente de forma un tanto fortuita, debidos al antojo de sus padres o al plan educativo obscuro de alguno de sus tutores, sería el destino y la respuesta a las circunstancias adversas en su vida lo que lo empujaría a conocer lugares remotos y enfrentarse a la incertidumbre del viajero. Tal vez en esa segunda etapa, la azarosa y errática, el programa de escritura y el registro de los hechos le brindaban una herramienta para mantener la cordura. Tal vez haya sido por eso que se adivina una intención en cada palabra, en cada texto organizado en sus diarios como parte de un plan casi científico, iniciado en sus viajes de niño por el reino o su visita a lugares culturalmente emblemáticos que formaban parte de su iniciación educativa, y que seguirían con aquellos viajes relacionados con la búsqueda desesperada de una solución a sus problemas. Si leemos sus diarios de corrido, parece que ambos momentos de su vida son el mismo; pareciera que los días de descanso en las residencias de verano de sus padres, así como los traslados de incógnito por naciones enemigas, eran parte de un mismo plan, de una misma circunstancia que era la suya, la de un exilio que no terminaría porque era parte de su historia desde el inicio. Y de todo esto parece haber una conciencia, una claridad y una voluntad que se reflejaba en las formas, en cómo los textos se relacionan uno a uno, a pesar del tiempo en que fueron escritos y los intereses que guiaban sus planes. 

Me llamó la atención que en algún punto él mismo mencionaba lo horizontal de su vida. En una de las notas que relatan el inicio de aquel viaje final del cual nunca volvería, comparaba la secuencia de eventos que registraba en sus diarios con las hojas que flotan a la orilla del lago o con las nubes que cruzan frente a su ventana en el verano. Las cosas desfilaban ante sus ojos de forma continua, más allá de su intervención o sus deseos. Su voluntad se limitaba a levantar la mano y tratar de alcanzar alguno de los eventos que lo eludían

No podía responder a la pregunta de mi esposa acerca de la relación con esta ciudad y el viaje que terminaría con la desaparición del príncipe. Tampoco tenía muy claro de dónde había surgido mi interés por el personaje. Me acuerdo una tarde hablando con mi amigo Paul acerca de los recuentos de las pestes en diferentes lugares del mundo y que hizo una lejana referencia al príncipe. También me acuerdo de un panfleto pegado en un poste cerca del Annex, a unas calles de la Universidad de Toronto, en que se anunciaba la proyección de Nosferatu con música de Radiohead y que al calce tenía unos versos escritos atribuidos a Charlotte, la desdichada hija de Leopold. El descubrimiento me resultó muy extraño y pensé que era un error o tal vez un juego absurdo del organizador del cineclub. Los versos eran un tanto incoherentes y su traducción al inglés los volvía aún más extraños. En una de las biografías del príncipe se hablaba de la afición que Charlotte tenía por la escritura y su obsesión por lo inasible reflejada en sus textos. 

Yo comenté los versos con Paul esa tarde en Scarborough, mientras buscábamos expendios de dulces árabes, tiendas de fideos orientales, loncherías con samosas y postres con arroz. Frente a una cerveza Paul me contaba que Charlotte había combatido la enfermedad con buena fortuna, a pesar de haber tenido que pasar largas temporadas de su vida en cama. Resulta curioso que Leopold hubiera registrado en sus diarios algunos de los delirios que Charlotte vivió durante las fiebres. Sin embargo, sería testigo de la agonía de su madre, quien moriría semanas después de su convalecencia. Paul me contó que las invasiones bárbaras se intensificaron en los tiempos de la peste. La población debilitada era incapaz de hacer frente a los ataques de las hordas que saqueaban los pueblos y dejaban la marca de la destrucción a su paso. Los dos reíamos diciendo que la vida siempre golpeaba al caído. “They deserved it, naturally.” bromeaba, sonriente mientras daba un trago a su cerveza. Hablamos de los llamados “virus oportunistas”, que atacan a los organismos afectados por una mala situación, como si acecharan detrás de un árbol en una calle oscura. Una preocupación manejada incorrectamente, un ataque de tristeza o una decepción mal enfrentada eran suficientes para que ciertos virus aprovecharan la distracción del organismo y lo hicieran presa de sus peores azotes. Mientras decía esto, dos hombres, posiblemente papá e hijo, discutían de forma áspera en voz baja, sentados en la barra. La gravedad de la conversación contrastaba con las bromas que intercambiaban la mesera y un joven que limpiaba las mesas. Paul mencionó un proyecto en el que empezaba a trabajar. Era un cortometraje que contaba la historia de una mujer que daría a luz, sabiendo que estaba afectada por una enfermedad que la llevaría a la muerte. La discusión en la barra subía de volumen por momentos y Paul me dijo que esperara a que crecieran mis hijos; al final, el enfrentamiento con ellos era inevitable. 

Cuando recibí la invitación a escribir un texto sobre la ciudad, llevaba algunas semanas revisando los diarios de Leopold, en los que contaba el regreso a casa después de un largo viaje por el Oriente. El diario da cuenta de los reproches que la gente cercana a él le harían por haber abandonado a los suyos en momentos tan difíciles. Leopold no pierde el tiempo en justificaciones; prefiere hablar de las diferencias en la ropa y la comida. Dice que al volver le costaba trabajo adaptarse al clima en el que había vivido toda su vida. Pareciera que algo en él había cambiado para siempre y lo atribuía a una fina capa de arena que unía de color rojizo el suelo y el aire. En el reino se intentaba mantener la calma. Su padre organizaba torneos y festivales para distraer al pueblo que empezaba a sufrir los golpes de la enfermedad. Mientras tanto, Leopold pasaba largas horas sentado al lado de su esposa, mirando las montañas desde la terraza. Le decía que el único sentido del paisaje era ser recorrido. Le decía que al ver los árboles que se agitaban a lo lejos, sabía que era desde allí donde vería en lo que se iba a convertir su vida, al mirar otro punto lejano en el que tendría que estar. Le decía que sentía que su cuerpo se seguía moviendo a pesar de mantenerse sentado, quieto en el mismo lugar desde varias horas antes. Ella le hablaba de su hija, que se había vuelto silenciosa y que había extrañado a su padre. 

Un par de noches después de haber aceptado la invitación a escribir un cuento sobre la ciudad, le dije a Ximena, mi esposa, que me resultaba muy difícil escribir una historia. Hacía tiempo que me costaba trabajo seguir el hilo de mis pensamientos y que al leer tenía que saltar de una publicación a otra para combatir la ansiedad. Ximena me miraba con paciencia, sabiendo que hablaría y hablaría durante minutos sin ningún sentido. Le dije que ya no creía en la literatura narrativa; que lo único que me interesaba era el registro puntual de los instantes sin que tuvieran ninguna progresión en el tiempo. Que desde que nos habíamos mudado a Toronto, lo que vivía era una colección de momentos que se sucedían sin que necesariamente tuvieran una relación entre ellos. Le conté que había vuelto a soñar un sueño recurrente de toda mi vida, en el que mi cuerpo estaba atrapado en una masa de gelatina brillante y que al respirar, entraba hasta mis pulmones, dejándome inmóvil. Le dije que pensaba en esos insectos que quedaban atrapados en el ámbar o en el aire que desplazaban los trenes en el metro. Después de varios minutos, Ximena me dijo que por qué había aceptado. “Diles que no puedes”. Entonces le conté mi interés por la historia de un príncipe que no había llegado a la corona, debido a condiciones desfavorables en su vida. “No le veo mucha relación”, me dijo. Le contesté que ese era exactamente el punto, sin saber muy bien por qué lo estaba diciendo. Mi hijo mayor se levantó de la cama sudando, por una pesadilla. El resto de la noche lo dedicamos a llevarlo a la cama para que minutos después se volviera a levantar, diciendo que no podía dormir. 

Como era de esperarse, las notas del diario de Leopold son muy breves durante los momentos más difíciles de la enfermedad de su esposa. Sus apuntes dan cuenta de los avances del mal, del color de la piel, de los dolores o de la falta de sueño en las noches. También tiene notas incidentales sobre las imágenes bordadas en algunas de las telas del palacio. La descripción de los adornos, las flores, los remates en las escaleras o los retratos en algunos de los salones da cuenta de un mundo que se aleja de la vida y permanece inmóvil ante un viaje inevitable. Charlotte se libraba del mal que su madre no vencería. Leopold notó que cuando expresaba alegría por el alivio de su hija, Charlotte quedaba sumida en una profunda tristeza que le duraba varios días, diciendo que su madre seguía mal, sin merecerlo. Me parece que en las notas del príncipe hay cierta incredulidad ante la gravedad de la enfermedad de su esposa, como si necesariamente su cuerpo terminaría venciendo la peste para que todo regresara a la normalidad. En algún apunte contrasta su ánimo con la falta de esperanza de su hija. En notas posteriores se lamenta de ello, reconociendo que Charlotte había visto a la peste de frente y que solamente ella había podido saber de lo que la enfermedad era capaz. 

Me vi con Paul a unas cuadras de mi estudio, cerca de Trinity Bellwoods Park. Él estaba trabajando en una grabación en la que tenía que entrevistar a supuestos usuarios de banca comunitaria. Me dio gusto saludar a la gente que trabajaba con él, mismos con los que yo había producido algunos proyectos el año anterior. Aunque la producción era pequeña, los tripiés, las cámaras y el brazo largo del boom hacía fácil encontrarlos en una calle acostumbrada a la producción de televisión. Esperé sentado en una banca mientras llegaba el momento de un descanso en la grabación para cruzar la calle y pedir un par de cafés que beberíamos más o menos rápido. Nos pusimos al corriente con cierta celeridad, hablando de las últimas lecturas, un par de películas que habíamos odiado, lo abominable de los últimos premios y el gusto por uno u otro disco reciente. Le conté del texto al que me había comprometido y de la historia de Leopold y Charlotte. Me miró condescendiente aunque sentí que no lo emocionaba la idea. Le pregunté cómo se había enterado de la historia del príncipe y me dijo que en el cottage en el que viviría su abuelo los últimos años de su vida, había encontrado un volumen sobre la historia de herederos a diferentes tronos que nunca llegaron a la corona. Las historias eran fascinantes. Todos estos personajes que habían nacido con la vida resuelta y determinada, terminaban en conjuras, exilios, traiciones y muchos otros en extraños accidentes o enfermedades. Estaba la historia de los que morían por hemofilia, lastimados mortalmente al resbalar en una escalinata. También estaban los que enloquecían y la prudencia de las familias prefería esconderlos y fingir su muerte que entregar el gobierno a un débil mental. Así se había cruzado Paul con la historia de Leopold. Las razones de su destrono eran más opacas. Se sabía que en la época de la peste, Charlotte, su hija, había desaparecido después de la muerte de su madre. El padre de Leopold dedicó innumerables recursos a encontrarla y se cuentan varios episodios en las que el príncipe recorría parajes peligrosos, poniendo en riesgo su vida ante los ataques de enemigos bárbaros, buscando a su hija de la que se daban pistas contradictorias. Algunos decían que vivía como una salvaje en unas cuevas. Otros la hacían esclava de los bárbaros. Una mujer en un poblado cercano decía que había albergado a una joven de buenas maneras que hablaba de seguir un llamado hacia tierras lejanas. A cada noticia nueva, Leopold corría de forma insensata, siguiendo pistas ante la cólera y la desesperación de su padre. Una mañana, Leopold se iría. Unos cuantos días antes de los saqueos, entre los golpes de la peste y la intensas lluvias, Leopold saldría a buscar a Charlotte, seguro de encontrarla en su viaje. Paul me dijo que el rey abandonó el palacio con la idea de protegerse contra las invasiones y murió unas semanas después. Ante la confusión y la falta de gobierno, los bárbaros quemaron el palacio, violaron a las mujeres y exhibieron las cabezas de los nobles en una gran pila en la plaza principal. Paul me decía que la violencia desbocada siempre se disfraza de liberación. Cuando los bárbaros se fueron, los sobrevivientes del pueblo invadieron los restos del palacio y quemaron los retratos y objetos que describiría Leopold en sus diarios, felices entre fiestas y cantos. 

Paul abrió su computadora. Me mostró una foto de su abuelo, quien había sido un prominente político, sentado en el porche de su casa de campo con una pipa en la mano. Le dije que era una gran foto; que a mí me encantaría que me tomaran una igual. Él me dijo que cada año, él se tomaba una foto en el mismo lugar, imitando los gestos de su abuelo, con una pipa. “Don’t try too hard. He’s better looking than you”, le dije. 

Eran los tiempos de la peste.

Cruzamos al parque para que Paul continuara su grabación a pesar del clima un tanto inhóspito. Yo caminé hacia el estudio pensando en las fotos que Ximena y yo nos tomábamos en todos los cuartos de hotel en los que habíamos estado. Pensé que ahora me daba tristeza tomarme fotos y ver cómo mi cuerpo había cambiado como si me estuviera convirtiendo en la sombra de alguien que había sido hace muchos años. En el camino al estudio me topé con los vagabundos que habitan la zona pidiendo dinero. Uno de ellos me reconoció y me saludó muy afectuoso. Le dije que se protegiera del frío porque estaba bajando la temperatura. Él me respondió con una sonrisa diciéndome que le encantaba el aroma del aire que flotaba en el invierno (“winter floating air”). Yo le sonreí sin entender a qué se refería. 

Eran los tiempos en que la gente olvidaba quién eras y no había forma de que comprobaran de dónde venías, más allá de lo que tú decías. Leopold se abría paso entre gente extraña, sin hablar de más. Solamente indagaba acerca del rastro de una mujer joven, de buenas maneras, que la habían visto viajar hacia las montañas, más allá de los lagos o los bosques o las planicies. En uno de los diarios, Leopold cuenta que un hombre convulsionaba en la calle, arrojando espuma por la boca. Leopold corrió a ayudarlo y le metió un trozo de madera para evitar que se ahogara con la lengua. La gente del pueblo lo rodeó y le contaron de exorcismos y demonios. Leopold ignoró sus comentarios y siguió caminando. La gente lo siguió hasta la orilla del pueblo, en donde Leopold buscó una posada para dormir. 

Habían pasado varias semanas desde que me solicitaron el texto. Yo tenía cuadernos llenos de notas, grabaciones, recortes y fotografías que tomaba en mis caminatas por la ciudad, pensando que al final todo tendría sentido y que se integraría en la historia que me solicitaban. Una tarde, acompañé a Ximena a una reunión de amigos en la que estaba Martha Bátiz. Me preguntó cómo iba con el cuento. Hubiera querido contarle de los cuadernos y los recortes, de las horas en la biblioteca haciendo anotaciones en los libros, de las consultas con Paul y con el plan de manejar el fin de semana hacia el cottage del abuelo para ver si el libro existía aún. “Voy bien. Un poco lento, pero ahí voy”, le contesté torpemente. Martha estaba de muy buen humor. Me pidió de forma muy cariñosa que no me olvidara y que entregara el cuento porque quería terminar el armado del libro. Yo me sentía mal de no haber terminado. Al día siguiente, me encerré en el estudio a escribir. Me topé con unas fotocopias que había guardado semanas atrás en las que contaban la historia de Leopold cruzando por los valles franceses. Los diarios reflejan de forma consciente la contradicción entre la tristeza y ansiedad en la búsqueda de su hija, con lo placentero de los lugares y la cálida acogida de la gente. Para Leopold, la amabilidad era de alguna forma dolorosa. En una posada, después de beber y cenar, una mujer se le presentó con una serie de dibujos que le había regalado una joven viajera. Los dibujos eran oscuros, llenos de inscripciones y notas ilegibles. En uno de ellos se adivinaba un candelero que flotaba en una masa oscura. Leopold creyó distinguir un objeto familiar de su pasado y el corazón le golpeaba la garganta. La mujer le contó a Leopold que la joven se presentaba como artista y ofrecía sus trabajos a cambio de comida y albergue. La mujer confesó que no sabía muy bien qué hacer con los dibujos. Le parecían desagradables y al mismo tiempo no se atrevía a deshacerse de ellos. Leopold estaba convencido por las descripciones de la mujer que la joven era Charlotte y que si se daba prisa, la alcanzaría en su viaje para que ambos pudieran regresar a casa. Los diarios dicen que esa misma noche, Leopold dejaría la posada para seguir el rastro de su hija. Los diarios se interrumpen y no se sabe a ciencia cierta cuál fue la ruta que el príncipe tomó. Mientras leía y tomaba notas, los vecinos de arriba de mi estudio empezaron a mover sus muebles ruidosamente. El estudio de arriba lo ocupaban dos fotógrafos especializados en tomas de comida, por lo que era muy común que tuvieran que rearreglar su espacio para las diferentes tomas. El edificio situado en la calle de Richmond había sido una estación eléctrica a principios de siglo y los techos conservaban las vigas y estructuras originales, con paredes de ladrillo y ventanas de madera. El encanto del lugar tenía algunos inconvenientes y uno de ellos era que cada vez que mis vecinos movían los muebles, mi estudio se cubría con una fina capa de polvo que caía del techo sobre mi mesa, mis papeles y mi café. Los vecinos ya me conocían. Sabían que yo prefería subir a ayudarlos para que el movimiento terminara lo antes posible. Los dos fotógrafos eran japoneses. Hablaban un inglés más imperfecto que el mío – lo cual es bastante – y sonreían amables cada vez que los visitaba. Después de la correspondiente serie de caravanas, nos pusimos a acomodar mesas, tripiés, objetos y refrigeradores. En esta ocasión, la toma era un tanto caprichosa. Un editor había solicitado a los fotógrafos que reprodujeran una serie de naturalezas muertas pintadas en el siglo XIX, y que incluyeran algunos elementos contemporáneos que rompieran el ejercicio estrictamente pictorialista. Cuando terminamos de mover los muebles, me quedé sentado en un taburete, observando la puesta en escena de un cuadro antiguo. Un pescado con un racimo de uvas al lado, un florero con flores marchitas y varios objetos enmarcados entre tapices y copas doradas. Sonreí cuando uno de los fotógrafos acomodó con mucho cuidado un candelabro en la esquina del cuadro. Empecé a contar mi proyecto de investigación a los dos hombres que se movían diligentes y que sólo se detenían para sonreír y asentir brevemente mientras yo hablaba de un príncipe despojado de todo, viajando en busca de su hija y llenando cientos de hojas de cuadernos. La toma duró un par de horas y con gusto los ayudé a sostener pantallas y reflectores para simular perfectamente lo que el pintor había querido mostrar. Les pregunté qué opinaban de las jóvenes que se operan para parecer muñecas o personajes de animé y ellos sonrieron diciendo “Nonsense. Nonsense”. Uno de ellos hizo un gesto que pretendía simular algún personaje que no pude reconocer. Ellos esperaban que yo reaccionara pero no me atreví a hacer nada. Al final, uno de ellos sacó una botella de bourbon que bebimos con gran placer. Fue en ese momento que noté por primera vez la diferencia de edades entre ambos. El que era mayor alzaba las cejas con gran alegría al reírse. Me contó que le molestaba la actitud de las jóvenes japonesas, quienes estaban fuertemente obsesionadas por los modelos de belleza masculina occidental. Me dijo que extrañaba algunos olores de su casa y que disfrutaba sentarse al final del día en el estudio, cuando el edificio se volvía silencioso, y reconocer las líneas de luz que formaban las lámparas encendidas sobre el piso. 

Esa noche salí tambaleante y caminé hasta un café triste a unas cuadras de mi estudio. El letrero sobre la calle decía “Coffee Time”, con una tipografía igualmente triste y sucia. Era un lugar donde podía comer muy barato en una ciudad muy cara. La mujer que me atendió me sirvió un bagel con atún y me senté en la única mesa vacía. Como siempre, el resto de las mesas las ocupaban los vagabundos y junkies de la zona. El hombre que me había saludado días antes y me había hablado del olor agudo del aire que flotaba en el invierno se levantó de su mesa cuando me vio para saludarme. Pensé que era un buen tipo. 

Así pasaban lejos, los tiempos de la peste. 

Leopold se detenía frente a las catedrales, en las plazas, junto a las fuentes. A la gente le sorprendía su estatura y estampa. Su barba lucía algo descuidada pero no dejaba de reflejar su linaje. Paul me pidió prestado el estudio para hacer un casting. Podía trabajar en mi estudio pero una parte la ocuparían con cámaras y modelos haciendo pruebas de actuación rudimentaria. Uno de los modelos era un hombre mayor, de cuerpo esbelto pero que al sonreír le faltaba un diente. Todo el equipo del casting disimulaba su sorpresa y cuando salió del estudio Claudio, el fotógrafo, reventó de la risa. Yo había quedado fascinado. Le comenté a Paul que me encantaban los actos fallidos y que la falta de un diente en el modelo me hacía tener confianza nuevamente en la humanidad. A medio día Paul y yo cruzamos a comer y volví con el tema del príncipe. A Paul le aburría un poco la conversación. Más que hablar de la historia, me preguntó cómo iba el texto que tenía que entregar. Mentí. Le dije que iba muy bien. Que tenía muchas páginas escritas y que mi problema en ese momento era editar para ajustarme a la longitud requerida. Él me preguntó cuál era la longitud. Yo tartamudee. Le dije algún número sin sentido. Terminamos hablando de la inutilidad de la democracia y de nuestro vicio por las almendras. 

Al regresar al estudio tenía un correo de Juan Gavasa, quien editaba también el libro sobre Toronto. Juan estaba impaciente; aparentemente me había enviado varios correos preguntándome por el texto que yo nunca había recibido. Como no le había respondido, su tono era un poco más fuerte. Juan tenía buena experiencia en el mundo editorial y por lo mismo era firme con las fechas de entrega. Al casting asistía una mujer muy atractiva que tenía a Claudio, el fotógrafo, muy contento. Yo quería responderle a Juan pero no sabía bien qué decirle. Me quedé inmóvil mirando a la modelo sonreír, pretender que lloraba, cepillarse el pelo con un cepillo imaginario y esas cosas. Me levanté y me fui con mis apuntes al café de los vagabundos para trabajar sin distracciones. Leía una confesión de Leopold, en un momento de aparente tranquilidad en su viaje. El príncipe recordaba el momento en el que conoció a la que sería su esposa por arreglo real y con quien sentía que tenía poco que ver. La unión se consumaría con grandes beneficios para ambos reinos y a fin de cuentas, ella era una mujer bella y virtuosa, que sabía escuchar y que infundía tranquilidad en la gente. Su padre estaba seguro que el príncipe la terminaría amando con el tiempo. Leopold lo entendía pero aquella emoción descrita en cantares y leyendas, no llegaba. Cada noche, los dos se entregaban con cariño y nunca hubo desacuerdos ni desaveniencias. Sin embargo, para Leopold era el encuentro con lo desconocido, lo que ocupaba su pasión y su pensamiento. Ella lo entendía y lo asumía con madurez. Sabía que estaba con alguien que se iba siempre, que caminaba en el descanso y por lo mismo, su papel era el de estabilizar lo que el príncipe desestabilizaba. Años después de la muerte de su esposa, Leopold lloraba no por haberla perdido, sino por no haber encontrado un sentimiento más fuerte que hiciera justicia al cariño que ella le tuvo. En ese mismo texto, Leopold se pregunta si la búsqueda de su hija no era solamente una forma de esconder la realidad, la falta de pasión y la necesidad de seguir desplazándose hacia algo que nunca encontraría, en ningún lugar. 

En el café, los vagabundos te ignoran o te ven fijamente. 

Semanas después, me encontré a Juan en una reunión que discutía la Alianza del Pacífico y las bondades del comercio internacional entre las Américas. En principio Juan me saludó un poco molesto. “¿Por qué no has respondido a mis llamadas?” Yo le dije que no había recibido ninguna llamada y pasamos los siguientes dos minutos haciendo recuento de lo que él había hecho que yo no me había enterado. Me dijo, con razón, que mi texto estaba muy tarde, que Martha había abogado por mí y que a pesar de que habían pensado no incluirme, Martha solicitó una prórroga. Yo me sentí incómodo, pero al mismo tiempo me dieron ganas de pedirle que no me incluyeran más en el libro. Llevaba semanas dándole vueltas a un texto que no entendía más y del cuál llevaba apenas unos párrafos limpios. Me acordé la noche que nos conocimos. Toronto estaba en ese punto del otoño en que el frío es agradable y las luces de los edificios del centro financiero son cristalinas. Juan me contaba acerca de sus proyectos periodísticos y su visión de la ciudad a la que había llegado no hacía mucho. Ahora estábamos justo en uno de esos edificios que iluminaban aquella noche, en un salón en el que estaba a punto de empezar una conferencia aburridísima. Le dije que prometía entregar el texto pronto en el momento que un diplomático de barba y pelo rizado tomaba el estrado para lanzar un discurso genérico e intercambiable. “Las cosas buenas de la vida nunca cambian”, dijo Juan al ver al cónsul en turno, mientras apurábamos un trago de café, deseando despertar de un mal sueño. 

Esa tarde me dirigí al café de los vagabundos. Esta vez no pedí nada de comer. Con un café frente a mí, saqué de mi bolsa un buen número de papeles, recortes y fotocopias que suponía formaban parte de la historia que debía entregar. El vagabundo que me conocía leía el periódico, me saludó con un gesto y continuó su lectura. Encontré una de las cartas que Leopold envió a su padre sin saber que ya había fallecido. Le contaba de la amabilidad con la que lo recibían, la belleza de los paisajes, la tristeza de las noches y lo extraño de las costumbres. Le contaba que nadie adivinaba su condición de príncipe, mantenida en secreto con el fin de facilitar la búsqueda de su hija quien también viajaba sin revelar su identidad. Le contaba a su padre el asombro con el que descubría las ciudades, las iglesias gigantes en medio de los valles, las fiestas interminables en el verano en las que todos bebían y le hablaban en idiomas que poco a poco comprendía mejor. Le decía que extrañaba su casa y que el dolor por la muerte de su esposa lo invadía en los momentos menos esperados. Sin embargo, le contaba, lo que se ha perdido para siempre le daba tranquilidad, mientras que lo que se tenía que recuperar lo agitaba y le quitaba el aliento hasta hacerlo sentir que moriría de angustia. Le preguntaba por las cosechas, el estado de la guerra, los certámenes que se llevaban a cabo año con año en el reino y por su salud. Leopold viajaba con la idea de que en el reino las cosas se mantendrían del mismo modo a como las había dejado. Le escribía a un rey al que imaginaba recibir sus cartas con gesto sobrio, sentado en su gabinete de lectura, frente a la ventana. Tal vez, pensaba, al leer sus notas de viaje viviría de alguna forma el recorrido de su hijo y lo aconsejaría al llegar a una ciudad de comerciantes y campesinos. La realidad es que en el tiempo en que Leopold escribía, los bárbaros habían doblegado a las fuerzas de la ciudad, dejando escombros donde antes el palacio se levantaba majestuoso. Su padre se había visto forzado a huir al norte, desde donde intentaría inútilmente organizar la resistencia y reconstrucción de su reino. En la ciudad, los ejércitos salvajes sometían a los habitantes. Una suerte de gobernador interino dirigía el saqueo y sometimiento de una población que se quejaba pero que al mismo tiempo proclamaba la liberación. Grupos de entusiastas celebraban al nuevo gobierno que había terminado con la tiranía de la corona. El nuevo gobernador decidía la suerte del pueblo con desdén y dando poco tiempo a la reflexión, mientras los bárbaros imponían una nueva ley basada en el escarnio y la brutalidad. Mucho se ha escrito acerca de las quemas de libros y la prohibición del ejercicio de las humanidades. Hay una buena cantidad de textos que hablan de la ejecución de los artistas y pensadores la noche del tres de julio. También encontré algunos artículos que dan cuenta de los excesos de los nuevos gobernantes y la crueldad de sus soldados. De lo que encontré muy poco es de la crónica de aquellos que apoyaron el establecimiento de las leyes salvajes y justificaron el nuevo orden, disfrazando el miedo y la conveniencia mezquina de alegría y renacimiento. Todo esto sucedía lejos de Leopold, quien supo de la destrucción de su reino muchos años después, cuando el regreso era improbable y poco podía hacer para revertir las cosas. 

Este era el tiempo de la peste eterna.

“Hey, Mexico! This guy is also a writer!”. El vagabundo gritaba desde el fondo del café y señalaba a un hombre que vestía con un saco sucio y unos pantalones que le quedaban muy grandes. El hombre miraba al aparador del café, como negando el llamado del otro vagabundo. El hombre del saco sucio se mantuvo con la vista fija en el aparador mientras el vagabundo agitaba la mano haciendo un gesto de escritura en el aire. Yo le sonreí a los dos y el vagabundo que me conocía siguió su lectura del periódico. Miré la primera plana del diario y me di cuenta que leía el periódico de la semana pasada. 

Cuando llegué a mi casa, mis hijos seguían despiertos a pesar de ser muy tarde. Le dije a Ximena que por fin había avanzado un poco más en el texto que debía entregar. Mis hijos me mostraron dibujos, origamis y notas de los maestros de la escuela mientras yo sacaba papeles de mi portafolios. Pablo, mi hijo menor, me preguntaba por qué los jazzistas tenían títulos nobiliarios: Duke Ellington, Count Basie, BB King. Al buscar entre mis cosas, no encontraba mi cuaderno de notas japonés en el que había estado escribiendo el texto para el libro. “Me llamo Prince Pablo”, y Matías, el mayor, le dijo desdeñoso “Sure! Whatever…!” Le dije a Ximena que tal vez había dejado el cuaderno en el Coffee Time de Queen, donde me había sentado a trabajar al final del día. Ximena me dijo que ese lugar era muy deprimente y yo me levanté de golpe para ir a rescatar lo poco que llevaba de ese texto solicitado varios meses antes. Todo el camino estuve de malas. Imaginaba que lo había dejado sobre la mesa, después de haber bocetado algunos de los episodios de la vida del príncipe Leopold. Me molestaba haber perdido el comienzo del texto que tanto trabajo me había costado empezar. Aunque más que eso, perder ese cuaderno japonés que tuve que pedir por internet, me sacaba de mis casillas. Al llegar al Coffee Time, el hombre que despachaba era el mismo que había cubierto el turno de la tarde. El lugar estaba vacío y para mi desgracia, el cuaderno no estaba ahí. Me imaginé al vagabundo o al hombre del saco sucio llevándose mi cuaderno, al que le quedaban la mitad de las páginas limpias. Me puse muy triste. Salí a caminar hacia el metro pensando lo cansado que estaba de ir contra la corriente, lo difícil que era tener que construir mi vida desde cero, lo banal de los pequeños triunfos que me ofrecía mi nueva vida y el trabajo que me había costado conseguir ese maldito cuaderno. En el camino al metro me topé con Paul y con Daniel que se dirigían a tomar una cerveza. Caminamos juntos mientras yo me quejaba y Daniel me preguntó de qué se trataba el texto que estaba escribiendo. Noté la incomodidad de Paul por lo que mi respuesta fue muy breve. Daniel me contó que en su último viaje a visitar a unos amigos a Montreal, la fiesta duró más de la cuenta en la víspera de su regreso. Como era natural, sus amigos le decían que lo llevarían directamente a la estación de autobús al amanecer. Daniel mantenía una bitácora desde hacía varios meses en la que tomaba notas, coleccionaba recortes, pequeñas fotografías y guardaba apuntes de posibles historias que se convertirían en películas cuando el trabajo que lo ocupaba de nueve a cinco se lo permitiera. Una de sus amigas que vivía en Montreal desde hacía cinco años, lo miró provocadoramente y le escribió una larga nota en su cuaderno. Le pidió a Daniel que no la leyera hasta que no estuviera en camino en el autobús. La noche terminó animada y tal cual fue prometido, al amanecer sus amigos lo llevaron a la estación de autobuses donde Daniel tomó el camión de regreso. Medio dormido, Daniel recordó a la mitad del camino lo que su amiga le había dicho y buscó la nota en el cuaderno. “Eran puros números”, me dijo. Su amiga le había llenado dos páginas de series numéricas que él trató de descifrar, pensando que había algún mensaje en clave o que tal vez escondían teléfonos o fechas importantes. Dejó el cuaderno en el bolsillo frente a su asiento y se quedó dormido. Al llegar a Toronto, la estación de autobuses estaba llena de gente. Había estudiantes esperando su salida hacia London, turistas leyendo guías sobre Niagara, parejas comiendo manzanas en los asientos de la sala de espera. Cuando Daniel llegó a su casa, se dio cuenta que había dejado la bitácora en el autobús y todavía un poco mareado por la falta de sueño, regresó a la estación de autobús que estaba a veinte minutos de su casa. El cuaderno había desaparecido con las fotos, los apuntes y sobre todo, con los números que su amiga le había escrito aquella noche. Nunca lo recuperó. En la estación un hombre de acento ininteligible lo regañaba por haber olvidado sus cosas y manoteaba para que no se acercara al mostrador de Objetos Perdidos. Daniel estaba muy desvelado y no se sentía con fuerzas suficientes para luchar contra un hombre mal encarado a quien no podía entender en lo absoluto. “Mejor me regresé a dormir”, me dijo. En el bar, un grupo empezaba a tocar, imitando perfectamente a los Beatles. “This is better than the original”, dijo Paul. Yo le pregunté a Daniel si no había llamado a su amiga para saber qué querían decir esos números. Daniel me dijo que la llamó al día siguiente y que ella no se acordaba de nada, que juraba que ella no había escrito en su bitácora y que si lo hizo, tal vez había sido porque se le habían subido un poco las copas. El grupo estaba tocando todo el lado B de Abbey Road y un hombre canoso nos miró con un gesto para que guardáramos silencio, mientras oíamos “You never give me your money”. 

Dos semanas después me encontré en el café del Conservatorio a Juan Gavasa y a Martha Bátiz. Estaba decidido a decirles a verdad; que mi texto era totalmente ilegible, que la historia iba y venía sin mucha relación con Toronto y que mi interés por un personaje sombrío había hecho que me perdiera en lecturas interminables e inútiles; que aunque algo había avanzado en la historia, una noche la había perdido en un café cerca de mi estudio; que después de eso había intentado retomar el texto pero no me acordaba bien cómo iba el comienzo y que francamente no veía cómo les podría entregar un cuento a tiempo para la edición. Al llegar al café, el sol brillaba por los tragaluces que unían el edificio antiguo con la estructura nueva. Martha y Juan estaban de muy buen humor. Juan y yo hablamos de política española, de la ineptitud de los diplomáticos en diferentes consulados y de la interminable construcción en la ciudad. Martha trajo al tema el libro. Dijo que por fin se estaban reuniendo todos los textos que conformarían la antología. “Me encantaría publicar junto contigo, pero para eso me tienes que entregar el texto”. Martha sonreía y su tono era, como siempre, muy entusiasta. “Por supuesto que sí, Martha”, le dije. “Voy un poco atrasado pero casi lo acabo”. Al salir del Conservatorio me sentía como si hubiera terminado de leer varias páginas llenas de números sin saber qué querían decir. 

En mi estudio, reuní nuevamente los papeles que tenía acerca de Leopold, el príncipe que nunca llegó al trono y que vivió errante en la búsqueda de su hija Charlotte. Sus diarios se interrumpen al llegar a lo que probablemente sea Fecamp o Le Havre. En varios artículos se afirma que Leopold permaneció en Normandía durante un tiempo, siguiendo la pista de Charlotte. En una nota de sus diarios habla de su encuentro con un hombre que a cambio de una recompensa, le prometía una prueba inequívoca del paso de Charlotte por el norte de Francia. La cita se llevaría a cabo al anochecer, frente a los arcos de la Abadía de Saint Ouen, en Rouen. Era obvio que le tendían una trampa; él lo sabía, pero estaba dispuesto a correr el riesgo con tal de acercarse al rastro de su hija. Leopold llegó temprano y se ocultó en el claustro de la Abadía. Las aves y el viento daban tono al silencio entre los arcos. Leopold se preguntaba qué haría al encontrar a Charlotte. Tal vez ni siquiera se reconocerían después de todo ese tiempo. Leopold pensó en las noches que pasó al aire libre, guarecido bajo las copas de los árboles, en la oscuridad. Pensó en el cauce de los ríos que siempre lo inquietaban. Recordó la mirada de un niño que jugaba esa mañana en la Place Des Carmes y en los hombres que dormían la noche anterior bajo el reloj del centro. Toda la gente, aquella que había sido amable y generosa, como esa que había sido indiferente o difícil, toda estaba allá afuera, lejos de él, de su pensamiento, de lo que recordaba de su casa, su esposa, de sus anteriores viajes por el oriente y de sus lecturas. Nadie lo tocaba; todos eran parte del paisaje natural que se iba quedando atrás mientras se desplazaba, como los árboles que se agitaban borrosos hasta que se pierden de vista o como los pastos o el ganado que aguarda paciente las tormentas. Se sintió muy lejos mientras esperaba a sus asaltantes bajo los arcos de la Abadía de Saint Ouen y pensó que debía terminar su viaje. Cuando los hombres llegaron, él aguardaba tras las columnas, convencido de dejarse ir, de que el viaje era inútil si no lo terminaba de esa forma, abandonado a un grupo que lo mataría por unas cuantas monedas. La noche cayó y los hombres lo esperaron bebiendo hasta que se quedaron dormidos. Pensó que era un privilegio dormir a unos cuantos metros de sus asesinos y cerró los ojos. A la mañana siguiente, Leopold estaba solo, escondido en la Abadía, listo para seguir su camino. 

No es claro cómo fue que llegó a América. Aunque es probable que haya viajado en un buque de carga, me gustaba la idea de imaginarlo zarpando en SS Normandie desde Le Havre, lo cual es a fin de cuentas improbable. Paul llegó a mi estudio muy contento, con un sombrero. “This is for you”, me dijo. Me decía que me parecía al personaje de una serie de televisión, y que el sombrero me iba perfecto. Lo había comprado en la liquidación de una tienda de Queen que cerraba por el alto costo de las rentas. Hablamos de Pages, la primera librería que me gustó de Toronto y que corrió con la misma suerte que esta tienda de ropa. Paul pensaba que en el caso de la librería era un truco del dueño para algo que no alcancé a entender. Le confesé que en un momento de debilidad y cursilería, Stoner, el libro de John Williams me había hecho llorar. “Shit! I thought it was only me!”, me dijo. Minutos después llegó Daniel y los dos se pusieron a jugar fútbol junto a mi escritorio, mientras yo subrayaba un artículo sobre la supuesta llegada de Leopold a Nueva York. Al ver que me quería concentrar para escribir, Paul decidió contar en voz muy alta algunos chistes y Daniel prendió la televisión que usaba para revisar las pruebas que enviaba a los clientes. Paul me dijo que seguía en pie la invitación para ir al cottage de su abuelo y buscar los libros de Leopold que no existían en ninguna de las bibliotecas de Toronto. Le di las gracias y el me dijo que lo hacía con gusto porque le recordaba a su tío. “My uncle Ben. Old, fat and stubborn”. 

Con la excusa de comprar un sandwich para comer, salí del estudio con mis notas hacia el Coffee Time. Extrañamente estaba vacío y el dependiente me preguntó si quería un sándwich de atún. Me senté en una mesa junto a la ventana y escribí algunas notas en un bloc amarillo. Entonces vi pasar al hombre del saco sucio. Su barba se veía más descuidada que el día que lo conocí y en las manos llevaba mi cuaderno japonés. Di un salto a la calle para alcanzarlo pero se había esfumado. Era la hora de la comida y había mucha gente en la calle. En la esquina de enfrente, el vagabundo que me conocía me saludaba agitando la mano. Gritaba “Hey, Mexico! Life is full of surprises!”. Yo miraba de un lado a otro sin encontrar al hombre del saco con mi cuaderno. Crucé hasta donde estaba el vagabundo, que se había sentado frente a la puerta de una tienda de zapatos. Le pregunté por el hombre y me dijo que no sabía de quién hablaba, que él no conocía a ningún escritor pero que con gusto me invitaba una cerveza. Yo me disculpé y seguí caminando sin dirección, buscando entre la gente al hombre que se había llevado mi cuaderno. Regresé con el vagabundo y le pregunté dónde pasaría la noche. Me dijo que en la Misión. “It’s OK.” dijo. Solamente tenía que llegar temprano y no tendría que dormir en la calle. 

Regresé a mi estudio y me di cuenta de que nuevamente había dejado mis cosas en el café. En esta ocasión, el encargado me las devolvió, sacándolas de debajo del mostrador. “You got to be more careful, man.” Todo estaba allí y pensé que buscaría al hombre del saco en la Misión de Scott, el lugar donde el vagabundo pasaría la noche. Con suerte él también estaría en ese lugar. Salí a trabajar a un lugar cerca de la Misión. No me queda claro quién rescató los diarios de Leopold, pero es evidente que los llevaba en su viaje a América. Leopold dejó de escribir sus diarios en ese momento y lo único que se conserva de esa etapa son algunas cartas que le escribiera a su familia en el reino y que nunca envió. También hay una carta a una mujer normanda en la que le agradece su generosidad y que termina con frases sin sentido. En esta carta Leopold reconoce su obstinación en la búsqueda de su hija, cuyo rastro se volvía difuso. Dice Leopold que llegaba el momento de confiar en la intuición y desoír las palabras confusas de la gente. Recordé nuevamente los versos de Lope que me leyera mi maestro “creer sospechas y negar verdades / es lo que llaman en el mundo ausencia,” e imaginé a Leopold cruzando el Atlántico con miedo de haberse equivocado en su ruta hacia el oeste. Las últimas noticias del príncipe en América hablan de un viaje hacia el norte, cruzando lagos preguntando por su hija perdida. Poco antes de las siete de la noche me dirigí a la Misión. Ya había una línea esperando tener un cama donde dormir y el hombre que buscaba no esperaba en la fila. Yo caminé un poco tímido frente a ellos; algunos se conocían e intercambiaban cigarros y se hacían bromas. Decidí fingir que miraba la información de la marquesina del bar que estaba al lado sin dejar de vigilar a la concurrencia que se alineaba frente a la puerta de la misión. El vagabundo que me conocía al verme alzó las cejas y se siguió de largo. Era como si hubiera sentido que invadía su privacidad. Se formó en la fila mirando hacia otro lado. Cuando abrieron las puertas seguí con la vista a la concurrencia sin encontrar al hombre que buscaba. El vagabundo se despidió agitando la mano y sin mirarme. 

Los biógrafos apuntan confundidos hacia diferentes lugares después del silencio en los diarios de Leopold. Hay un pequeño fascículo publicado por Brandon University en Manitoba que se arriesga a situar a Charlotte como trabajadora social en comunidades aborígenes del norte canadiense. Otros textos rebaten la teoría e intentan demostrar que se trata de otra persona que posiblemente haya conocido a Charlotte y que compartiera sus ideas sociales. Lo que todos los biógrafos coinciden es que Leopold no se había equivocado al seguir la pista de su hija en el Nuevo Continente y que muy probablemente haya estado muy cerca de cruzarse con su camino. En el último escrito conocido de Leopold, muchos años después de su llegada a Nueva York, el príncipe habla de la angustia que sentía por el tiempo que había pasado sin ver a su hija. Decía que le daba miedo encontrar a Charlotte y no reconocerla o, peor aún, reconocerla y descubrir que su hija hubiera cambiado tanto como para no tener relación con la joven mujer que perdió muchos años antes. Leopold habla de su propia transformación. Dice que ha notado cómo en las tardes de verano prefiere sentarse a la sombra, en silencio y cómo día con día pierde el apetito o el antojo de la comida que más le gustaba. Siente que al levantarse de la cama, ya sin sueño, descubre que el día todavía no comienza y que la gente sigue durmiendo. Que le gusta ver a la gente sonreír, pero que nunca entiende por qué sonríe. Que odia los lugares con aglomeraciones; que preferiría cruzar entre la muchedumbre sin ser visto. Dice que lee y relee los mismos libros y que sigue encontrando placer en memorizar los versos de sus poetas favoritos. Dice que odia la verborrea de los comerciantes y de los hombres de negocio y confiesa que le dan ganas de llorar cuando piensa en el triste destino de su reino, del cual le llegan algunas noticias. 

Esa noche le dije a Ximena que tenía poca energía. 

Paul salía al día siguiente al cottage y yo tendría que alcanzarlo un par de días después para ver su biblioteca. Yo aprovecharía este tiempo para terminar varias propuestas de proyectos que no lograban cerrarse, además de trabajar un poco más en el texto que tendría que entregar a Martha y a Juan. Una de esas mañanas, al caminar frente a la funeraria que está atravesando el parque, vi al hombre que tenía mi cuaderno, sentado en las escaleras de los velatorios. Hice un gran esfuerzo para contenerme y lo único que se me ocurrió para no perder la oportunidad de recuperar mi cuaderno fue sentarme con él, en la orilla del escalón del velatorio. Permanecimos en silencio unos segundos y yo lo saludé. Él permaneció callado y quise decirle algo que pudiera llevarme a preguntarle por el cuaderno. En el momento en el que iba a hablar, la puerta del velatorio se abrió y tuvimos que levantarnos para dejar pasar a una mujer rolliza, vestida de negro que hablaba portugués con un joven, tal vez su hijo. El hombre me miró y me dijo en español “Vente”. Yo lo obedecí y caminamos hacia el sur por Strachan Road hasta llegar a las vías del tren. Allí bajamos a un lote baldío donde nos sentamos en silencio. 

“Si quieres saber si tengo tu cuaderno, no estoy seguro de tenerlo.” Yo no sabía que decirle. Empecé a contarle que lo había visto con el cuaderno en la mano y por eso me imaginaba que él lo tenía. Él me dijo que sí lo había tenido pero que ahora no estaba seguro. Que las cosas habían cambiado mucho desde ese día y que cambiaban todos los días. Me contó que tenía una amiga que tomaba notas en una libreta azul con un lápiz que afilaba en una papelería, cerca del lago. Me decía que era una mujer muy amable aunque no hablaba mucho. Muchas tardes se sentaron a comer juntos, cerca de las vías del tren que venía de Mississauga y que tenía un sentido del humor muy negro. Me dijo que en más de una ocasión le dieron escalofríos sus chistes. Se amarraba los pantalones con un cordón azul porque decía que si caminaba muy rápido podían caérsele. Una tarde la siguió hasta una iglesia, donde se reuniría con otros amigos. Era un grupo demasiado parlanchín y que apestaba a alcohol y orines. Cuando llegaron uno de ellos, un hombre gordo y rosado le gritó “Welcome home, Sally!” “Don’t call me Sally. My name’s not Sally” se quejaba. El hombre gordo soltó una carcajada y la abrazó con fuerza. Ella le dijo que se sentía muy feliz de visitar a sus amigos y se sentaron a beber un aguardiente de sabor muy desagradable a la salida de una estación de metro. La conversación era muy animada. Hablaban de la torpeza de los policías, los gobernantes, los filósofos y los médicos. Hablaron de sus razas favoritas de perros y de la brutalidad con la que algunos hombres educan a sus hijos. Decían que la vida era buena en la ciudad pero que el campo los ponía tristes. Al cabo de unas horas, todos estaban muy borrachos y se pelearon a gritos. Después se abrazaron sonrientes. La mujer le dijo al hombre gordo y rosado que lo quería mucho. “I love you with all my heart, Sally”, le dijo el hombre mientras intentaba besarla y acariciarla. En la confusión, la mujer dejó su libreta en el piso. El hombre del saco sucio tomó la libreta y disimuladamente la abrió para saber qué tanto anotaba su amiga mientras veía a la gente pasar en la calle. Descubrió que todas las páginas de la libreta estaban llenas de números y que en algunas páginas, su amiga había escrita una capa adicional de números sobre los números originales. 

“Por cierto, me llamo Salvador”, le dije, extendiéndole la mano para saludarlo. Él me dio la mano y sonrió. 

Le pregunté si podría recuperar mi cuaderno. Él me dijo que no estaba seguro de poderlo recuperar, pero que había memorizado algunas partes de lo que yo había escrito. Yo sonreí divertido y me imaginé frente a Martha y a Juan diciéndoles “No tengo el texto terminado, pero mi amigo les va a recitar algunas partes del texto para ver si funcionan”. Le pedí que me dijera lo que decía el texto. Él se levantó, sacudió el polvo de su saco y dijo que me diría los versos con los que empieza aquel soneto de Lope de Vega que a mí me gustaba. Sin dejarme decir nada dijo:

“Ir y quedarse, y con quedar partirse,

partir sin alma, y ir con alma ajena,

oír la dulce voz de una sirena

y no poder del árbol desasirse;”

“Lo demás ya sabes cómo va. No tengo que decírtelo todo. Haz un esfuerzo y acuérdate.” Decidimos caminar un poco hacia el lago y me dijo que tenía cosas que hacer. Prometió buscar mi cuaderno y me propuso vernos en un par de días ya que últimamente la ciudad lo confundía mucho. Al regresar a mi estudio, Daniel editaba un segmento del documental que Ximena y yo estábamos trabajando. Le pregunté que si la mujer que le había escrito los números en su bitácora se llamaba Sally. Él me vio con de forma extraña. “No. ¿Por qué?”

Maleea, una muy buena amiga que vive en Victoria, estaría de visita en al ciudad durante un par de días y me invitó a una reunión en el Communist Daughter con algunos de sus amigos. Maleea estaba sonriente, sentada en una mesa del fondo del lugar, divertida con las excentricidades del dueño del bar quien preguntaba a la concurrencia acerca de la música que queríamos oír. «Let’s vote! Who’s for side B of the Pixies and who’s for the ‘Mistery Record'». Yo voté por el Mistery Record, que consistía en una selección al azar de entre una pila de LP’s almacenados en un estante tras la barra. Mi selección ganó. Era un disco de Frank Zappa que tenía una canción con Captain Beefhart. Maleea, que había votado por seguir oyendo a los Pixies me dijo que «Los Pixies eran los buenos», con una sonrisa en la boca, fingiendo una decepción. El lugar estaba tan mugroso como siempre. Maleea me preguntó cómo iba la escritura. Le conté de Leopold y de la historia que no lograba consolidarse. Ella me dijo que hacía poco le había pasado lo mismo con un texto que le habían pedido para una revista en Estados Unidos. En esa ocasión se trataba de un número conmemorativo que hacía homenaje a Sylvia Plath. Cuando Maleea aceptó la invitación a colaborar lo tenía clarísimo; trataría de evitar a como diera lugar los temas comunes del suicidio o la idolatría por Ted Hughes. Se centraría en un grupo de poemas entre los muchos que la autora y el mismo Hughes habían desechado para su publicación final. Era un texto relativamente fácil y Maleea se sentó a trabajar en él de inmediato, leyendo y releyendo todos los textos tanto de la autora como de sus críticos. Después de muchos borradores y varias semanas de lectura, el artículo no lograba cristalizarse. Maleea decidió hacer a un lado por un momento el texto de Sylvia Plath seguir trabajando en un poemario que poco tiempo después le publicó Pedlar Press. “Yo fui a tu presentación”, le dije. El libro me había gustado muchísimo y Maleea sonrió sin decir mucho. A la siguiente ronda de cervezas le pregunté qué había pasado finalmente con el texto de Sylvia Plath. “I never finished it.” dijo sonriente. Yo no supe qué decirle. La miré mientras le daba un largo sorbo a mi cerveza y ella soltó una carcajada.

Dos días después, me preparaba para salir hacia el cottage de Paul. Me llevaría el coche y me preocupaba un poco que Ximena y los niños no lo podrían usar todo ese día. De cualquier manera solamente me quedaría una noche para revisar los libros y regresaría a la mañana siguiente. Recogí un par de cosas en el estudio y decidí comprar algo de comer antes de tomar la carretera. El hombre que se había llevado mi cuaderno se frotaba la cara frente al aparador de un video club. “¿Estás escogiendo una película”, bromeé. “No. Me encanta el color de los labios de esta mujer.” dijo señalando el cartel de una película de terror en el que una mujer gritaba en primer plano, huyendo de un asesino invisible. Le pregunté si había encontrado mi cuaderno. “Creo que sí, pero no estoy seguro.” Le pregunté dónde había aprendido español. Me miró por un momento y sonrió para seguir viendo el cartel de la mujer que gritaba. 

Todo el camino estuve pensando en el texto de Sylvia Plath de Maleea. La carretera iba bastante cargada y cada vez que el GPS interrumpía la discusión que estaba oyendo en un podcast, maldecía a la señorita que me daba instrucciones. Pensé en decirle a Ximena que eso era justo lo que me pasaba; que empezaba a pensar y una voz robótica interrumpía mi pensamiento para llevarme por un camino distinto al que yo iba. Mis últimos trabajos se desarmaban en fragmentos y parecían dirigidos por una voluntad que no era la mía, como las líneas de una carretera con bastante tráfico que se dirigía al norte de la Provincia. Después de cuatro horas y media llegué a casa del abuelo de Paul. Paul estaba sentado en un pequeño muelle en el lago, leyendo Las Aventuras de Sinbad de Grúdy. “At full sail!” dijo. Bajé de mi coche una pequeña bolsa en la que guardaba mi computadora, una muda de ropa y una pila de papeles. Sharon, su esposa y Lucy, su hija, estaban tomando una siesta y él me dio una cerveza sin preguntar. Bajamos al muelle y le conté que tenía serios planes de formar un bote de cuatro para volver a remar. Como era costumbre cada vez que tocábamos el tema, él dijo que se sumaba a la idea, a lo que le dije que no le creía nada. Le dije que extrañaba la soledad que experimentaba cuando remaba por las tardes. Le dije que mi mente quedaba prácticamente en blanco, que todas esas horas de práctica en las que lo más importante era sentir el vaivén de las carretillas y controlar la cadencia de los remos tenía un efecto similar al canto de un mantra o a las oraciones a la hora del Ángelus. Me preguntó cómo iba el texto que tenía que entregar y le conté del hombre que se había quedado con mi cuaderno. Él me volvió a preguntar del texto y le dije que estaba tan claro como las conversaciones que había tenido con ese hombre en las vías del tren. “He knows Lope de Vega sonnets by heart”, le dije. Él tarareó una canción sin pronunciar la letra y me dijo que él no recordaba ninguna canción de memoria. Que él había tenido una banda cuando estudiaba en UCC, pero que tocaba la batería para evitar cantar. “Our swords shall play the orators for us”, dijo mientras simulaba mover las baquetas en el aire. Entramos a la biblioteca de la casa y Paul había separado una pila de libros en los que había referencia a Leopold, Charlotte, la familia real, testimonios de gente que lo conoció al llegar a América y algunos otros títulos curiosos. Me dejó solo y no pude evitar curiosear entre las cosas de su abuelo. La biblioteca era como lo esperaba. El abuelo coleccionaba objetos de sus diversos viajes y tenía una mesa llena de fotografías de él con su familia. En uno de los estantes descubrí un cuaderno de pasta roja con notas de su diario, el cual cerré un poco avergonzado al descubrir que las reflexiones eran privadas y muy personales. “Nadie las leería”, pensé al dejar el diario en su lugar, que se cerraba con un broche dorado. Me encontré una carpeta con recortes de periódico que hojeé de forma mecánica y entre los libros que Paul había separado para mí estaba un sobre que tenía una fotografía del abuelo con un hombre que reconocí de inmediato. Le llevé a Paul la foto y le pregunté quién era ese hombre que posaba con su abuelo. “Yeah. This is him. Isn’t it amazing?” dijo con una sonrisa. El hombre que se había quedado con mi cuaderno posaba mucho más joven con el abuelo de Paul, mirando a algún lugar fuera de cuadro, con el mismo gesto que tenía cuando le preguntaba cosas que no quería contestar. Paul tomó su cerveza y dijo “Cheers!” para darse la media vuelta y regresar a su lectura en el muelle. 

Días más tarde le escribía un largo correo a Martha Bátiz disculpándome. No le entregaría el cuento. A pesar de todas las notas y tiempo que le había dedicado, el texto no terminaba de gustarme y estaba seguro que no le gustaría a ella tampoco. Escribía esta nota desde el café de la esquina, mientras el hombre que se había quedado con mi cuaderno me miraba con incomodidad. “Pues sí; ese siempre fui yo”, dijo y sacó mi cuaderno de la bolsa de su saco para devolvérmelo.

Toronto, cinco pm.

La semana pasada lo vimos alejarse. Sin más pesar ni júbilo. Sin que se pudiera hacer gran cosa. Simplemente vimos su figura perderse. En cuanto lo dejamos de ver, caminamos en silencio hasta el café más cercano y compartimos algo de comer. Lo primero que dijimos lo ignoraba pero después de un rato fue inevitable comentar que se había ido posiblemente para siempre. Mientras daba un sorbo a mi taza, el hombre que estaba al fondo del local se levantó y gritó al dependiente que atendía la caja en un idioma desconocido. El rostro del hombre estaba descompuesto y escupía al gritar, con las manos rígidas a su costado. Había bastante gente a esa hora y era evidente que nadie entendía una palabra de lo que decía. El dependiente lo miraba boquiabierto sin hacer gran cosa. El hombre perdió el aliento y calló. Su frente estaba roja y llevaba un abrigo demasiado pesado para la tarde benévola. Una mujer que ponía azúcar a su café levantó los ojos con fastidio. El hombre permaneció inmóvil durante casi un minuto. Mientras tanto, la gente seguía bebiendo a sorbos de sus tazas, guardando silencio. Yo repetí que se había alejado para siempre. Asentimos y limpiamos la mesa para irnos. Al salir, el hombre se había sentado en su lugar, cansado. Lo vimos alejarse, sin pesar, sin alegrarnos ni un poco.

Un sueño para Daniel

“Una vez más, todos vestidos como toreros, en el centro de la plaza, mirábamos con el capote bajo al animal. Su tamaño descomunal, la fuerza en sus patas, nos hacía imaginarnos la embestida, el dolor en la entrada de los pitones. Ahora que lo pienso, más que el impacto inicial, me aterraba el doloroso movimiento del cuerno rasgándome las vísceras. Los toreros estábamos formados uno tras otro, recibiendo ordenadamente la embestida, cornados salvajemente, aguardando a que la víctima en curso cayera descuartizada, para que el siguiente diera un paso al frente y con los ojos cerrados recibiera el golpe del toro asesino, incansable, hasta que no quedara uno solo. Entonces, los toreros muertos se levantaban y volvían a formarse adoloridos y preparados para el castigo. Y eso lo sueño todas las noches; en ocasiones me despierto en la oscuridad, adolorido, con la certeza de que el toro se acerca a toda velocidad”, dijo.

El analista lo miraba callado. “Hmm”. Sus ojos lo estudiaron inexpresivos. Después de unos segundos de silencio, preguntó “y ¿qué asocia con lo que me está diciendo?”.

Sigue Parkinson

Jeremías hablaba. Con voz desconocida, desbocado por decir lo impropio, lo sagrado desde un cuerpo terreno y de alguna forma profano, lo hacía consciente de su función de objeto, de amplificador de lo divino entre seres imperfectos que lo escuchaban, testigos de la contradicción y del discurso desbordado, autónomo y a la vez apasionado. La multitud lo mira hablar; observa y cruza sin escuchar lo que dice. El habla sigue fluyendo de su boca a pesar de sus labios. No se resiste más. Es un instrumento y permite que sus gestos enfaticen y marquen los acentos, las pausas. Su rostro acompaña con gestos y a veces también se separa inexpresivo, usando su neutralidad como evidencia del misterio o también como una muestra de dolor.

En la sala, los niños desfilaban uno por uno, al llamado de un hombre robusto de corta estatura, sentado en el piano. No hablaba. Se limitaba a tocar unas cuantas teclas que correspondían al primer compás de una obra conocida. Cada niño se acercaba y percibía los ojos cerrados bajo los lentes, su gesto grave y su olor a encierro, mientras la cabeza agachada esperaba que el niño siguiera con un canto ligero las notas. Repetía las notas en el piano con cada niño que seguía con variada actitud. Su mano izquierda en el piano dejaba que la derecha indicara el pie para que el niño cantara e inmediatamente señalara uno u otro grupo. La selección seguía un criterio privado y los niños se miran sin saber si están en el grupo correcto o no. Él pasa y canta. Al cantar, su voz sigue autónomamente la tonada. Sabe que no fue él quien cantó. Al terminar las notas, la mano señala anónima la dirección y el se reúne con sus nuevos compañeros. Nunca más volverá a cantar igual y lo intuye desde el momento en el que pasó al grupo señalado, por lo que siente miedo, se siente presionado por haber fingido involuntariamente la voz y sin poder explicar cómo lo hizo. Al cruzar la sala y llegar donde se reunía el grupo, apenas miró los rostros de los demás. Su llegada pretendía ser anónima y parecía que él prefería no ser visto. Miró cuidadosamente de reojo, deseando que nadie lo notara. En principio, nadie lo veía. Todos prestaban atención al proceso, aunque era evidente que estaban aburridos. Antes de mirar nuevamente hacia el piano, alcanzó a sentir los ojos de alguien que lo cuestionaba y no se atrevió a enfrentar la vista. Supo que durante toda la selección, los ojos del otro no se le despegaron en ningún momento, protegido únicamente por su aparente indiferencia, recordando que cuando más joven se escondía de su madre cerrando los ojos. El hombre seguía tocando la secuencia en el piano, mientras escuchaba la entonación de los alumnos. Él supo que no podría defenderse; la energía de su mirada le perforaba el cuello y sentía como su piel quedaba marcada, lacerada para siempre.

Una forma de sentir el llamado de la voz es privarse de los placeres más inmediatos. Para empezar, la vista, primera puerta del placer, debe limitarse, por lo cual, aquellos llamados a recibir la voz deben mantener su mirada bajo control. Algunos usan parches o incluso están los que se dañan la vista con cataplasmas de vinagre hasta que quedan hundidos en la sombra.

La voz es implacable y cruel. Aquellos que la reciben no pueden evitar acusar temor detrás de sus testimonios, entre palabras de alabanza y afirmaciones obscuras. Se les ve caminar por la calle nerviosos, sobresaltados con el canto de un jilguero o perturbados por cualquier rayo de sol. Dicen que sus palabras muestran el camino de la esperanza, pero también el castigo vigoroso que merecen los infieles.

En la introducción de Música para Camaleones, Truman Capote cuenta la forma en que su escritura es dominada por un verdugo que lo obliga a trabajar frente al escritorio, sin misericordia.

Por lo tanto, no hay remedio para quien es llamado. Nadie puede sustraerse al relámpago. No basta con intentar perder la fe. La voz sabe su camino, como lo saben el viento y el agua. No hay denostación que conjure a esa presencia que llama en el silencio y en el bullicio, que persigue con las mandíbulas rechinantes a los llamados que en ocasiones tratan de huir, de negar la devoción y el respeto. Cuando la voz se presenta, la libertad es solamente una conjetura y la muerte la mutación de un vehículo.

Los niños que cantan frente a un hombre que los dirige, no saben que están siendo preparados para recibir la voz.

Uno de los niños, elegido por el maestro, da un paso al frente y canta el Miserere. El coro responde y apuntala su voz, la voz, que se eleva en una plegaria que los hace temblar.

Felices escuchamos los cantos sin saber la condena que esconden.

“Hazme instrumento de tu amor”, dice y abre los brazos con osadía, con un movimiento casi prohibido, dejando que su piel palpe el viento y su cuerpo exprese con teatralidad proscrita el exceso de la voz, lo que su propia articulación no puede contener ya, una suerte de palpitación, de suspiro que da cuenta del significado de las palabras, comúnmente oculto para él y que por un momento se revela. Segundos después, su atrevimiento será reprimido y el dolor atacará sus huesos, su lengua, su sangre.

No se trata tampoco de evitar el tarareo o forzar la memoria para que una tonada enmascare la canción original que la voz dicta. Cualquier palabra en la boca de los llamados es ajena. El nombre propio, cualquier apelativo, no es más que una simulación.

Cuando decimos que habla como si fuera otra persona, apenas rozamos la superficie del fenómeno.

A lo largo de la historia se ha visto cómo los tiranos pueden ser derrotados. Comienza con la toma de conciencia, con una estructuración de una plataforma ideológica que deriva discursos libertarios. Los más reactivos sueñan; se reúnen en grupos pequeños, en la oscuridad, se sienten invencibles y a la vez ultrajados e indefensos; eso los hace fuertes y los incita a seguir con la subversión. Sus palabras tratan de salirse de la norma para instaurar otra. Sus cuerpos siguen el impulso dóciles. De pronto están listos y dispuestos a morir. Y mueren. Pero, en algunos casos, la fuerza de un nuevo discurso derrota al tirano. Sacude sus entrañas y lo destroza. Los rebeldes se pelean por una mordida de su cuerpo senil. Piden sangre; largos tragos. Se untan sus vísceras. Alguien se levanta y dice que este momento debe ser recordado, siempre. Cantan. Dibujan las batallas en las que perdieron los brazos y las piernas por la libertad. Bailan. Pero esto es solamente posible si la voz no está presente. Contra la voz no hay rebelión. Nadie puede hacerle nada. Nos anula; habla por nuestras bocas. Es invencible.

Cito a Darío: pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Entonces iba caminando y su casa se quemaba

Es respiración, es bruma luminosa,
sabe que el aliento muere al liberarse
y contiene triste, teme por su vida
mas desdeña su camino incierto, piensa
que en el aire viajan bálsamo y veneno;
respira de cara a la corriente adversa
que lleva en el lomo su vida en jirones.
El viento lo ahoga; aviva el incendio.